“Comprá más, usa menos”. Quizás esta sea la frase más representativa de lo que implica el concepto de fast fashion: moda producida en masa para un público masivo. También conocida en español como “moda rápida”, se refiere a los grandes volúmenes de ropa producidos por la industria de la moda, en función de las tendencias cambiantes y a la necesidad casi fabricada de innovación.
La dinámica es la siguiente: se fabrican prendas con materiales de baja calidad para asegurar su reducido costo, posteriormente se las inserta de manera masiva en el mercado comercial y se fomenta un patrón de consumo que deriva en una situación de sustitución acelerada del inventario personal. Desde los años noventa, esta tendencia ha ido en alza debido a factores como la adquisición de ropa barata y renovada con mayor rapidez, la promoción de este patrón de consumo por medio de la tecnología y el uso creciente de los canales de venta online (que han tenido su mayor auge durante la pandemia del COVID-19).
En la actualidad, las prendas de vestir y los textiles representan un 5% del comercio mundial de los productos de manufactura, siendo la cuarta industria más representativa. Se estima que esta tuvo mayor consolidación con la apertura económica en los primeros años del siglo XXI, proceso que posibilitó las importaciones de bienes y servicios principalmente desde Oriente a Occidente.
Solo basta con observar el pasado para entender cómo la dinámica del fast fashion ha cambiado. Actualmente, desechamos más de 16.000 toneladas de ropa, lo que representa un 816% más que hace 50 años aproximadamente. A su vez, en estos últimos 20 años el consumo de ropa ha aumentado en un 400% a nivel global.
La cultura de consumismo y el mundo del fast fashion parecen fenómenos integrados en el proceso de la modernidad, en el cual los flujos de intercambio son masivos y los consumidores no siempre conocen de donde proviene lo que adquieren. En este contexto, se suele evitar admitir realidades que afectan la propia sensibilidad: el daño medioambiental y la precarización laboral que causan las elecciones personales. Estas son fruto, a su vez, de un modelo de consumo particular que hizo que palabras como “reutilizar” o “reciclar” pasaran a un segundo plano.
El impacto medioambiental
Una de las grandes consecuencias ya mencionadas es la gran contaminación que produce el fast fashion no sólo mediante su fabricación, sino también a través de su utilización y desecho. De hecho, se suele considerar a esta industria como la segunda más contaminante del planeta.
¿Y a qué se debe? Principalmente debido a que los materiales utilizados para la producción son el poliéster, el spandex y el nylon, derivados del petróleo. Esto, en primera instancia, indica que la mayoría de los materiales empleados acaban desechándose o incinerados, pues sólo una fracción pequeña puede reutilizarse. A su vez, dichos componentes generan que las prendas sean contaminantes porque tardan centenares de años en descomponerse.
Incluso, se estima que el 60% de las prendas producidas en todo el mundo terminan en vertederos o incineradores un año después de su creación, causando daños tanto en la atmósfera como en la tierra y el agua. Muchas de ellas son quemadas o sepultadas aún con etiqueta gracias a la renovación constante de las tendencias y el armario del consumidor. El mercado de la moda de los últimos años ha dejado de tener dos colecciones anuales, para pasar a tener más de veinticuatro. Esta continua renovación, en conjunto con la mala calidad de las prendas, hacen que estas terminen teniendo un corto plazo de vida.
Una nueva dinámica de esclavitud
Para que el fast fashion pueda ser rápido y masivo, la producción de prendas se realiza en países que tienen condiciones laborales precarias. Por lo general, países del sur de Asia, como Bangladesh, India, Camboya, Indonesia, Malasia, Sri Lanka y China, son los más demandados por esta industria. Las pésimas condiciones de trabajo representan de por sí un problema ético, al cual se le agrega la sistemática violación de los derechos humanos mediante la explotación infantil y el trabajo forzado.
La industria de la moda en general se considera un empleador de gran envergadura, ya que contiene a más de 300 millones de trabajadores en su cadena de valor. En efecto, solo el algodón detenta el 7% de todos los puestos de trabajo en algunos países de bajos ingresos. Los datos a su vez revelan que el 80% de ese total está conformado por mujeres, muchas de ellas menores de edad, ganando uno o dos dólares al día bajo condiciones inhumanas de trabajo. Con la aparición de la pandemia, los índices de vulnerabilidad de los trabajadores han aumentado, puesto que se han suscitado despidos masivos o salarios mínimos impagos.
Un hecho que ejemplifica la precarización laboral es el colapso del edificio Rana Plaza en 2013. Dicha edificación se encontraba en la ciudad de Daca, Bangladesh, y era utilizado principalmente para la industria textil, albergando alrededor de 4000 trabajadores. Durante la mañana del 24 de abril, el mal estado de la construcción originó su derrumbe, dejando un saldo aproximado de 300 fallecidos.
Esta tragedia puso al desnudo los problemas detrás de la industria de la moda y reactivó un debate sobre el papel de las compañías principales, los derechos de los trabajadores y el afán consumista de las sociedades más ricas. Las imágenes de la tragedia han generado gran indignación mundial, dejando al descubierto el verdadero origen de las prendas que consumimos.
En conclusión, el fast fashion bien puede resumirse en un rápido paso del armario a la basura. La industria no le ha dado mucha importancia a la utilización de los recursos, a los modelos de trabajo precarizados y de explotación, ni al desecho de miles de indumentarias que terminan generando grandes depósitos en países como Ghana.
Cadenas como H&M, Zara, Top Shop, Forever 21 y Shein son algunas de las empresas abanderadas de esta filosofía. Ofrecen a los consumidores prendas que ni siquiera sabían que necesitaban bajo slogans como “llevalo ahora que después no está”. Exaltar la urgencia de la compra, estimulado por el bajo precio, se presenta ante los consumidores como un momento positivo. Lo que muchos no saben es que lo que para algunos resulta barato, a otros les cuesta caro.
¿Cuáles son las alternativas?
En un informe de Global Fashion Agenda & Boston Consulting Group llamado “Pulse of the Fashion Industry”, se señala que, de acuerdo con las tendencias de consumo actual y las perspectivas de crecimiento, el consumo de agua, las emisiones de CO2 y la generación de residuos aumentará entre el 50 y el 63% para el año 2030 gracias a esta industria.
Este escenario nos invita a reflexionar sobre el gran volumen de comercialización que produce esta cadena, en la cual se debe cuidar cada uno de los eslabones para reducir al máximo el impacto ambiental y las pésimas condiciones de trabajo. La concientización sobre las consecuencias a largo plazo debe traducirse en mayor responsabilidad del consumidor acerca de la relación entre la situación actual y los patrones de consumo en general. Y las empresas deben centrarse en proporcionar soluciones favorables para todas las partes que sufren las consecuencias medioambientales y sociales, además de concientizar a los compradores.
Aquí es preciso destacar el papel ciudadano dentro de la problemática. Muchas personas están comenzando a rechazar o cuestionar las acciones de las marcas que forman una parte importante de la ecuación. En la actualidad, se puede optar por diferentes opciones, como la compra de segunda mano o los productos provenientes de marcas sustentables o locales. De hecho, existen empresas que demuestran que trabajan bajo criterios sostenibles y éticos, aunque es un trabajo adicional encontrarlas. Por otro lado, existen métodos que están por fuera de la adquisición de nuevos productos y refieren a la reparación, reutilización y renovación de la ropa que ya tenemos.
Fast fashion: contaminación ambiental y dinámica de esclavitud
“Comprá más, usa menos”. Quizás esta sea la frase más representativa de lo que implica el concepto de fast fashion: moda producida en masa para un público masivo. También conocida en español como “moda rápida”, se refiere a los grandes volúmenes de ropa producidos por la industria de la moda, en función de las tendencias cambiantes y a la necesidad casi fabricada de innovación.
La dinámica es la siguiente: se fabrican prendas con materiales de baja calidad para asegurar su reducido costo, posteriormente se las inserta de manera masiva en el mercado comercial y se fomenta un patrón de consumo que deriva en una situación de sustitución acelerada del inventario personal. Desde los años noventa, esta tendencia ha ido en alza debido a factores como la adquisición de ropa barata y renovada con mayor rapidez, la promoción de este patrón de consumo por medio de la tecnología y el uso creciente de los canales de venta online (que han tenido su mayor auge durante la pandemia del COVID-19).
En la actualidad, las prendas de vestir y los textiles representan un 5% del comercio mundial de los productos de manufactura, siendo la cuarta industria más representativa. Se estima que esta tuvo mayor consolidación con la apertura económica en los primeros años del siglo XXI, proceso que posibilitó las importaciones de bienes y servicios principalmente desde Oriente a Occidente.
Solo basta con observar el pasado para entender cómo la dinámica del fast fashion ha cambiado. Actualmente, desechamos más de 16.000 toneladas de ropa, lo que representa un 816% más que hace 50 años aproximadamente. A su vez, en estos últimos 20 años el consumo de ropa ha aumentado en un 400% a nivel global.
La cultura de consumismo y el mundo del fast fashion parecen fenómenos integrados en el proceso de la modernidad, en el cual los flujos de intercambio son masivos y los consumidores no siempre conocen de donde proviene lo que adquieren. En este contexto, se suele evitar admitir realidades que afectan la propia sensibilidad: el daño medioambiental y la precarización laboral que causan las elecciones personales. Estas son fruto, a su vez, de un modelo de consumo particular que hizo que palabras como “reutilizar” o “reciclar” pasaran a un segundo plano.
El impacto medioambiental
Una de las grandes consecuencias ya mencionadas es la gran contaminación que produce el fast fashion no sólo mediante su fabricación, sino también a través de su utilización y desecho. De hecho, se suele considerar a esta industria como la segunda más contaminante del planeta.
¿Y a qué se debe? Principalmente debido a que los materiales utilizados para la producción son el poliéster, el spandex y el nylon, derivados del petróleo. Esto, en primera instancia, indica que la mayoría de los materiales empleados acaban desechándose o incinerados, pues sólo una fracción pequeña puede reutilizarse. A su vez, dichos componentes generan que las prendas sean contaminantes porque tardan centenares de años en descomponerse.
Incluso, se estima que el 60% de las prendas producidas en todo el mundo terminan en vertederos o incineradores un año después de su creación, causando daños tanto en la atmósfera como en la tierra y el agua. Muchas de ellas son quemadas o sepultadas aún con etiqueta gracias a la renovación constante de las tendencias y el armario del consumidor. El mercado de la moda de los últimos años ha dejado de tener dos colecciones anuales, para pasar a tener más de veinticuatro. Esta continua renovación, en conjunto con la mala calidad de las prendas, hacen que estas terminen teniendo un corto plazo de vida.
Una nueva dinámica de esclavitud
Para que el fast fashion pueda ser rápido y masivo, la producción de prendas se realiza en países que tienen condiciones laborales precarias. Por lo general, países del sur de Asia, como Bangladesh, India, Camboya, Indonesia, Malasia, Sri Lanka y China, son los más demandados por esta industria. Las pésimas condiciones de trabajo representan de por sí un problema ético, al cual se le agrega la sistemática violación de los derechos humanos mediante la explotación infantil y el trabajo forzado.
La industria de la moda en general se considera un empleador de gran envergadura, ya que contiene a más de 300 millones de trabajadores en su cadena de valor. En efecto, solo el algodón detenta el 7% de todos los puestos de trabajo en algunos países de bajos ingresos. Los datos a su vez revelan que el 80% de ese total está conformado por mujeres, muchas de ellas menores de edad, ganando uno o dos dólares al día bajo condiciones inhumanas de trabajo. Con la aparición de la pandemia, los índices de vulnerabilidad de los trabajadores han aumentado, puesto que se han suscitado despidos masivos o salarios mínimos impagos.
Un hecho que ejemplifica la precarización laboral es el colapso del edificio Rana Plaza en 2013. Dicha edificación se encontraba en la ciudad de Daca, Bangladesh, y era utilizado principalmente para la industria textil, albergando alrededor de 4000 trabajadores. Durante la mañana del 24 de abril, el mal estado de la construcción originó su derrumbe, dejando un saldo aproximado de 300 fallecidos.
Esta tragedia puso al desnudo los problemas detrás de la industria de la moda y reactivó un debate sobre el papel de las compañías principales, los derechos de los trabajadores y el afán consumista de las sociedades más ricas. Las imágenes de la tragedia han generado gran indignación mundial, dejando al descubierto el verdadero origen de las prendas que consumimos.
En conclusión, el fast fashion bien puede resumirse en un rápido paso del armario a la basura. La industria no le ha dado mucha importancia a la utilización de los recursos, a los modelos de trabajo precarizados y de explotación, ni al desecho de miles de indumentarias que terminan generando grandes depósitos en países como Ghana.
Cadenas como H&M, Zara, Top Shop, Forever 21 y Shein son algunas de las empresas abanderadas de esta filosofía. Ofrecen a los consumidores prendas que ni siquiera sabían que necesitaban bajo slogans como “llevalo ahora que después no está”. Exaltar la urgencia de la compra, estimulado por el bajo precio, se presenta ante los consumidores como un momento positivo. Lo que muchos no saben es que lo que para algunos resulta barato, a otros les cuesta caro.
¿Cuáles son las alternativas?
En un informe de Global Fashion Agenda & Boston Consulting Group llamado “Pulse of the Fashion Industry”, se señala que, de acuerdo con las tendencias de consumo actual y las perspectivas de crecimiento, el consumo de agua, las emisiones de CO2 y la generación de residuos aumentará entre el 50 y el 63% para el año 2030 gracias a esta industria.
Este escenario nos invita a reflexionar sobre el gran volumen de comercialización que produce esta cadena, en la cual se debe cuidar cada uno de los eslabones para reducir al máximo el impacto ambiental y las pésimas condiciones de trabajo. La concientización sobre las consecuencias a largo plazo debe traducirse en mayor responsabilidad del consumidor acerca de la relación entre la situación actual y los patrones de consumo en general. Y las empresas deben centrarse en proporcionar soluciones favorables para todas las partes que sufren las consecuencias medioambientales y sociales, además de concientizar a los compradores.
Aquí es preciso destacar el papel ciudadano dentro de la problemática. Muchas personas están comenzando a rechazar o cuestionar las acciones de las marcas que forman una parte importante de la ecuación. En la actualidad, se puede optar por diferentes opciones, como la compra de segunda mano o los productos provenientes de marcas sustentables o locales. De hecho, existen empresas que demuestran que trabajan bajo criterios sostenibles y éticos, aunque es un trabajo adicional encontrarlas. Por otro lado, existen métodos que están por fuera de la adquisición de nuevos productos y refieren a la reparación, reutilización y renovación de la ropa que ya tenemos.
Portada: Francois Le Nguyen
Fuente: https://visiongbl.com/fast-fashion-contaminacion-ambiental-esclavitud/